
Una buena amiga, que comete el error de leerme de vez en cuando, me llama, acaso con cierto cariño, erudito.
Quizá tenga razón. Erudito a fuer de estudioso.
Pero como el estudio es una sed que jamás se sacia, esa puede ser la razón de que a veces me sobrevenga la melancolía.
Estudiar tiene relación etimológica con la idea de ser golpeado como un púgil, de recibir impactos dolorosos, es decir, «studs«.
El estudio en profundidad, el camino áspero de la erudición es un llegar primero a una cierta estupefacción, un quedar golpeado, paralizado y bloqueado, para seguidamente salir de nuevo de las cuerdas y lanzar otro crochet al misterio, para retornar no mucho después a otra estupefacción aún mayor, pero ya con las cejas abiertas y sangrantes.
El estudio y la erudición son procesos interminables en los que uno pierde lo que gana tan pronto lo ha conseguido. Algo muy parecido a la búsqueda de la felicidad. Tal vez por eso, Filón de Alejandría, de quien ya escribí hace unas semanas, compara la sabiduría con Sara, la esposa de Abraham, que obliga al patriarca a yacer con una criada y engendrar una criatura. Pero esa criatura, tan pronto llega al mundo pasa fatalmente a las manos de Sara, su legítima dueña.
El pueblo judío es, por cierto, un pueblo de eruditos, en búsqueda perpetua de esa tierra prometida que es la Verdad. Y es por ello también un pueblo de melancólicos, que sufre perpetuamente la estupefacción del interminable examen del Talmud.
Y mira por dónde, caigo en la cuenta de que Talmud, etimológicamente, no significa otra cosa que «estudio» en hebreo.
También la etimología, esa cadena de infinitos eslabones, suele producir melancolía.
Como el estudio. Como la erudición. Como el amor.