
Me preguntan Marta y Mercedes que es lo que pienso de todo este asunto relacionado con la llamada «sedición». Lo hacen al hilo de esa sentencia tan trascendente y de actualidad que parece haber convertido a la mitad de los españoles en abogados, desde los plumillas de los medios a los taxistas. Pero esto pasa a menudo.
Pues no se muy bien que decir. Pero supongo que tendré que hacerlo. Y hacerlo aquí.
Para empezar, ya me parece sospechoso que la sedición como delito no provenga del Derecho Romano. Mal asunto.
Sedición es el término al que, al concluir la Edad Media, van recurriendo los juristas ancilares de los soberanos europeos, (comenzando por los Tudor).
La idea de esos juristas era neutralizar la amenaza que representaba para el poder, crecientemente absoluto o absolutista, la puesta en cuestión de su hegemonía mediante la mera divulgación de opiniones.
Se pretendía incluir en el ámbito de la subversión ciertas conductas que si bien carecían de violencia (en el sentido de «sine armis«) mostraban todo el poder disolutorio que otorgaba la nueva dinámica social y en particular la divulgación de la imprenta. Había mucho de inquisitorial en el reiterado recurso al delito de sedición por parte de monarcas como Jacobo I, por ejemplo.
La palabra sedición, y el dichoso instituto jurídico del mismo nombre, no parte por tanto, repito, de las leyes romanas, sino meramente de un texto de Tacito en el que el historiador usa la palabra seditio para definir el comportamiento subversivo de unos soldados tras escuchar un discurso incendiario por parte de un elocuente orador.
Esa referencia de Tácito a la sedición elocuente es rescatada por Francis Bacon, en un ensayo que titula de la misma forma que yo he titulado esta modesta publicación y en el que viene a decir que la sedición verbal es la forma femenina de la subversión violenta, que es masculina. Ambas son hermanas, nos dice el Lord Guardián del Gran Sello. Y, así, el concepto de violencia por mera provocación verbal o puesta en cuestión del poder legítimo mediante libelos, va cobrando prestigio jurídico siguiendo la senda trazada por los razonamientos de letrados renacentistas tan ilustres como Juan Bodino, que Bacon también cita y que en Los Seis Libros de la República afirmaba «…porque no hay nada que tenga más fuerza en la mente de los hombres que la elocuencia…por ello un cuchillo no es más peligroso en las manos de un hombre enloquecido que la elocuencia en la boca de un orador que promueve el motín…«.
En suma, la sedición tiene muy malos antecedentes como institución jurídica. Y su uso ha planteado en los últimos siglos no pocos conflictos en relación con la libertad de expresión. Por ejemplo, en la India colonial, el Imperio Británico utilizaba una y otra vez esta figura jurídica para reprimir los pronunciamientos del movimiento independentista. Y lo curioso es que ahora, cuando la India ya es un Estado soberano, ese concepto tan británico de «sedition«, ha pervivido y sigue siendo un instrumento jurídico discutible, del que en no pocas ocasiones abusa el gobierno, lo que está produciendo no poco debate y protestas en los medios jurídicos de ese país. Algo parecido ocurre en otros países de la Commonwealth que han heredado el vicio muy inglés de recurrir a la idea de sedición.
Para colmo, en el Código Penal español, la sedición, entendida como desobediencia o puesta en cuestión del orden jurídico legítimo, se vincula además a un concepto tan escurridizo como el del «alzamiento tumultuario«, que nadie sabe exactamente muy bien en que consiste, pues para unos ya puede ser alzamiento el levantamiento de una bandera incitando creíblemente a la secesión, la organización de un referendum masivo ilegal contra el Estado, o incluso un mero pronunciamiento secesionista en sede institucional, mientras que para otros, solo se alzan los que movilizan masas y aprestan recursos, especialmente militares, para derribar el poder.
Por lo tanto, no es de extrañar que la dichosa sentencia de la que todo el mundo habla haya provocado no poco debate. Mas aún en estos tristes días que evocan el arquetipo de la ciutát cremada. Parece provenir la sentencia no de un razonamiento jurídico riguroso sino más bien de un compromiso («pasteleo» lo llaman algunos, ofendiendo sin razón a los nobles menestrales de los hornos) entre lo posible, lo conveniente, lo correcto, lo incorrecto, lo prudente, lo justo, lo injusto y lo deseable.
Mucho menos discutible hubiera sido que el Tribunal hubiera recurrido al concepto de conspiración para la rebelión, que a primera vista parecía mucho más defendible y representativo de lo que ocurrió en aquellos lares. O acaso, piensan otros, al de rebelión propiamente dicha, si bien eso exigiría sostener que puede haber violencia «sine armis«, lo cual nos volvería a retrotraer al problema de los abusos de poder frente a la libertad de expresión.
En fin. Esto es lo que puedo decirle a Marta y a Mercedes. En síntesis, que solo hay una sedición que me complazca. No es la que enuncian en sesudas sentencias los ropones. Es mi propia e íntima sedición.
¿En qué sentido? me preguntan.
Pues en el sentido etimológico. ¿Cómo podía ser de otro modo?
Sedición significa etimológicamente desgajarse, separarse, ir o volverse hacia uno mismo (del latín, de se-itere, o seorsum itere, seiitio, como exitus o aditus).
Es obvio por lo tanto que yo soy una persona profundamente sediciosa.
Y cuanto más leo los períodicos y más veo lo que pasa, más sedicioso me siento.