
El último exabrupto del majadero que ocupa la Casa Blanca, exigiendo que retornen “a su país”, mas o menos todos los que no son tan blancos y tan rubios como él, pero que no piensan como él, no debería hacer que nos rasgásemos una vez más las vestiduras.
Después de todo, esta actitud está en el DNA de los Estados Unidos, por mucho que se diga lo contrario. Por lo menos en un sentido histórico.
La primera ley norteamericana que estableció los requisitos de la ciudadanía fue la United States Naturalization Law (Marzo, 1790). En esa ley se limitaba el derecho a pedir la ciudadanía a las personas blancas y de buen carácter (“free white persons of good character”.)
Curiosamente, esta previsión supremacista de los padres constituyentes de los Estados Unidos, que excluía de la nación a los indios, a los asiáticos, a los esclavos y por supuesto a los negros, en cierto sentido sigue siendo aplicable, pues no se ha derogado explícitamente.
En este sentido es en el que el descerebrado mandamás de la Avenida Pensilvania debe querer que América sea grande de nuevo.